Surge la sorpresa al enfrentarse por primera vez a una exposición individual de Illán Argüello cuyas pinturas, de apariencia excéntrica y estremecedora, resultan límpias y delicadas. Una obra comprometida que obliga a mirar, pensar, ponderar y reflexionar sobre cada una de las imágenes que, desde ayer, ocupan la galería Guillermina Caicoya, en Oviedo.
Autodidacta, el madrileño forma parte de esa interesante nómina de pintores de la nueva figuración que surgió en España a mediados de los años noventa del pasado siglo, influenciada por el movimiento metafísico y la herencia renacentista, que defendieron varios artistas de esta misma generación. Algunos, como Argüello, también estuvieron recientemente en la muestra de homenaje a Tintín que organizó la galería José Ramón Ortega, en Madrid, bajo el comisariado de Fernando Castillo y el apoyo de especialistas como Juan Manuel Bonet. En la muestra participaban, entre otros, Damián Flores, Paco de la Torre, Chema Peralta, Dis Berlín, Jöel Mestre y el asturiano Pelayo Ortega.
La obra de Argüello se caracteriza por una iconografía austera, como podemos advertir en esta exposición. La arquitectura, más o menos fantástica, se emplea aquí como elemento dominante, entre juegos geométricos y artefactos inverosímiles. El pintor, influenciado por arquitectos contemporáneos como Niemeyer o Mies van der Rohe, mantiene una interesante tensión con la naturaleza (o con su ausencia) bajo composiciones que persiguen una simultaneidad de estados de ánimo. En ese proceso de creación de las imágenes Argüello intenta fabricar ‘sensaciones’, conectando los planos de manera rítmica, como si tratase con un poema, un pentagrama o una progresión matemática. El análisis de ese estado de ‘ensoñación’, común a creador y espectador, bajo cálidos tonos y cielos tintados de colores extremos, nos propone un alegre fabulario de historias, aptas para la vivencia íntima.